Para que las generaciones futuras no tengan que pasarse horas interrogando un texto, y así sean más estúpidas (o tengan más tiempo para dormir)

28/8/08

el ensayito

TRABAJO PRÁCTICO – ESTÉTICA Y SEMIOLOGÍA

Consigna: Redactá un ensayo que tenga como mínimo cuarenta líneas (letra Times New Roman 12) cuyo tema sea la relación entre ficción y realidad, pensada a partir de las obras de Mariana Eva Perez, la experiencia poética de Victor Koprivsek y/o la obra teatral El Fulgor Argentino (y el trabajo del grupo Catalinas en general). Si te ayuda, podés tomar como marco teórico algún o algunos de los autores trabajados en la materia (Platón, Aristóteles, Sófocles, Kant, Schiller, Brecht, Semprún, Deleuze, Petit, Graciela Montes, etc). Podés mencionarlos o no. Recordá que el ensayo es un texto argumentativo escrito en un lenguaje no técnico ni extremadamente formal (los textos de Petit y Graciela Montes son buenos modelos de ensayo). Dice María Negroni: “El ensayo es el género en que el pensamiento se emociona”.


Não sou nada.
Nunca serei nada.
Não posso querer ser nada.
À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo.¹


Quiero empezar esto con una anécdota que probablemente no será la más apropiada, y que podría ser la semilla que desmorone mis planteos. Así, creo, quedará claro que cualquier intento de teorizar sobre esto que llamamos “realidad” y “ficción” no es más que algo provisional, limitado, personal, ficcional y, por eso mismo, terriblemente real. Me gustaría demostrar que, desde el principio y hasta el final, realidad y ficción no son dos conceptos puros a los que se pueda disociar, eliminar o manejar estrictamente por separado, como a una sustancia de laboratorio. Nosotros mismos estamos transidos de ambos, como una unidad que no es tal y se nos escapa, difícil de delimitar, de alcanzar, de negar.


I

Fueron unos amigos de la familia a los que llamaba tíos los que me llevaron por primera vez al teatro. Eran fanáticos de Adrián Suar, y acorde con el fanatismo, fuimos a ver Poliladron. Ese era un programa que no me gustaba, pero todavía recuerdo la última frase de Laura Novoa, destinada al nene Carrizo, quien la iba a escuchar desde la distancia, dictada por los labios secos del papel. De la obra de teatro, en cambio, no recuerdo mucho: la trama no debió diferir de lo que veía por televisión. Sólo conservo dos detalles: el momento anterior a la representación y la escenografía. El primero, porque fue aquel en que los límites entre la ficción y la realidad, aún tenues, parecieron disolverse por un momento. Cuando llegaron los actores la gente rugió de entusiasmo, pero no por los actores mismos, sino por esa otra parte de ellos, los personajes. Mi tía gritó “¡El Tarta!” en cuanto divisó a Peretti, y el actor sonrió, pero ya pocos podían disociarlo de ese hombre que sufría a la hora de articular correctamente las palabras. Al Buche, en cambio, lo miró con una sonrisa forzada. Algo en la ficción había penetrado en eso que llamábamos realidad; algo había cambiado a mi tía, que todavía hoy, cuando piensa en Peretti, sonríe, y frunce los labios cuando le hablamos de Guillermo Marcos. Y, más allá de las simpatías personales, algo en todo eso contribuyó a configurar esta identidad nuestra, tan amplia e inasible. Sé que probablemente Poliladron no sea respetado en el ámbito universitario. Como ya dije, a mí tampoco terminó de agradarme. Pero la identidad, que es como un signo saussuriano, también se configura negativamente, por el rechazo, la exclusión (que muchas veces no es más que el efecto de una inclusión en forma de miedo o la percepción de lo no deseado en uno mismo) y la diferencia. Incluso la peor ficción puede abrir, aunque sea negativamente, el espacio para la reflexión.
El segundo detalle que recuerdo lo conservo porque, habiéndose convertido la ficción en realidad, se me exigió a mí que participara para sostenerla. Ahora que conozco a Brecht, podría decir que el cambio de escenografía realizado sin que los telones cayeran a fin conservar la fantasía (creo no estar inventando al contar que el teatro giraba sobre un eje, de manera circular, cambiando así la ambientación: de un cuarto con una puerta que llevaba a la calle -había un tabique pequeño entre los ambientes-, a una plaza con un bar en la esquina, a una comisaría, a otra casa) era un recurso para demostrar el carácter ficcionario de los sucesos, algo muy empleado hoy en día. Sin embargo, y más allá de que no creo que con la obra se intentara desnaturalizar lo convencional y romper con la alienación, ese recurso actuó en mí de la manera contraria a la propuesta por Brecht. Yo suprimí mi escepticismo y amoldé las reglas de la realidad a lo que pasaba en la ficción, como al jugar, cuando una pileta de lona se convierte en un mar aunque el agua apenas llegue a las rodillas. Y aún hoy, cuando veo a los actores cambiarse en el escenario y sé que son actores, no siento que eso suprima la disolución de los límites entre ficción y realidad. Al contrario, lo vivo como si surgiera una nueva legalidad en el teatro, donde las reglas son otras y yo ayudo a construirlas; lo siento como un espacio de edificación del que participo. Y si, trayendo a colación el discurso nietzscheano, concibiéramos a esto que llamamos realidad como una ficción legitimada, institucionalizada, podríamos decir que en el teatro, a pesar de esas diferencias con la “realidad” y a partir de ellas, lo que se hace es abrir espacio a un juego dentro de los límites propuestos por el director, el autor y los actores, y a veces más allá de ellos. El teatro parece abrirse, en muchos casos y desde su surgimiento, como un ámbito donde es posible subvertir la ficción establecida, repensarla. Por eso Platón expulsa a la esa que llama “Musa Voluptuosa” de su República pura y altanera. La imitación precaria no alcanza para hacer peligrar la República. Es el elemento subversivo, la pregunta por aquello que fundamenta, la proposición de imaginar alternativas, el sentimiento que provoca y el poder de movilizar al público lo que hace del teatro un espacio peligroso para el orden. Es lo que se percibe en los clásicos, en Esquilo, en Eurípides, en Sófocles.
Sin embargo, debo admitir que muchos veces el teatro, la literatura, el arte, no es más que otra herramienta legitimadora del discurso dominante. Tampoco puedo negar la intuición de Aristóteles: el teatro como un espacio de catarsis, de purificación de esas mismas pasiones cuya peligrosidad señaló Platón. Poliladron jamás fue una obra que pretendiera dar un hachazo en ese mar congelado sobre el que escribió Kafka², no fue esa la intención. La pregunta es: ¿podría haberlo sido? El planteo brechtiano parte de la existencia de un espectador alienado al que hay que despertar, porque está apaleado por un régimen feroz que se inmiscuye en todo ámbito de su vida, incluso pretendiendo la “neutralidad”. Y no es posible negar categóricamente ese planteo: lo vivimos hoy en día, en todos lados, como un pulpo que nos cubre y asfixia. El teatro pasa a ser, en Brecht, un espacio que deja de ser una herramienta del discurso dominante que propulsa el desahogo y el conformismo, y se convierte en algo que impele a la acción, la toma de conciencia. ¿Podría haber pasado algo similar en una obra como Poliladron?
Yo creo que sí, dependiendo de la perspectiva con que se la mirara. Se puede leer una obra, se puede destripar una obra, se puede negar y reconstruir una obra si se toma una actitud activa, si se piensa, si se siente. No existe esa purificación perfecta y aristotélica. Es un planteo optimista, este que hago, y difícil de sostener. Me dirán: “Habría que suponer que el espectador va a asumir una posición activa a priori”. Reescribo mis palabras: no hay una actitud completamente pasiva. El arte, puede, además, fomentar y avivar la actividad de pensamiento. El hecho de que obligue a tomar parte, de que conmueva la indiferencia, es un inicio. Si algo me roza, me habrá cambiado, aunque yo no me dé cuenta. Y a eso hay que sumar que el espectador tiene una actitud crítica, aunque sea mínima. El público no es ganado, a pesar de lo que se diga. Y tampoco ha sido totalmente lobotomizado. Si una mera vivencia cotidiana puede ser una chispa que potencie la reflexión y produzca extrañación en el hombre, la ficción, como espacio de creación, puede ser, es potencialmente, el puñetazo que acaba con la apatía (que, por lo demás, no puede ser generalizada) y ayuda a romper ese mar congelado.³


II

Mariana Eva Perez escribió Ábaco, a la que fui a ver al teatro, y escribió Instrucciones para un coleccionista de mariposas, que leí en voz baja. Ella escribe en primera persona, y por lo que sé, escribe sobre su vida. Ella no tiene sólo la intención de entretener, como uno podría creer de Poliladron. Mariana habla de la dictadura con una perspectiva distinta, fresca, violenta y carente del desapasionamiento de una objetividad mentirosa o la sensibilidad desbordada. Mariana siente lo que escribe, pero no pierde la lucidez. Ábaco es buen ejemplo. Una muchacha joven recrimina sin ambages a su abuela, frente a un teléfono que la lastima, pero al que no deja de mirar. La abuela la recibió de pequeña, cuando sus padres fueron desaparecidos y la niña quedó sola. La abuela la cuidó, pero no la quiso abiertamente. La niña crece y se cargo de la abuela enferma. Se siente satisfecha de poder tomar las riendas. Le cuenta las pastillas, ocho, todos los días, un laberinto de píldoras cuya ausencia o cuya confusión puede matarla. Hasta que algo se destapa. La muchacha joven se muda y le deja un pastillero preparado, un pastillero para siete días. Han pasado ocho, y la abuela no llama.
Cuando la vi en el teatro me molestó la violencia, pero es un elemento indispensable en la obra. En el discurso de reproche dirigido a esa abuela que de una manera u otra siempre estuvo ausente, se perfila la autocrítica más severa, la que de alguna forma permanece velada, pero está presente. La obra es un campo de batalla interna, y como tal, es más difícil separar una parte, etiquetarla de realidad, y al resto tildarlo de ficción. Sería iluso pedirle a la autora que fijara los límites. Dentro de la misma obra se perfila la confusión entre ambos términos. ¿El discurso de la muchacha es una apariencia destinada a expresar una autocrítica verdadera, o es tan sólo el reproche silenciado en el tiempo que se rebela y estalla (a solas)? Es ambos, y a la vez, no es ninguno. La muchacha grita, pero algo en su grito es la contradicción del mismo; las palabras llevan connotada la culpa, pero algo falta, algo dice que la culpa, en parte, no tiene razón de ser. Los dos sentimientos se contradicen, pero coexisten en una relación tensa. Son reales, los dos. Y en los dos hay ficción: la muchacha no puede terminar de creerse esos discursos, intenta autoconvencerse, pero sufre. Correría a levantar el teléfono si sonara en medio de la noche; olvidaría el tono agrio si la abuela hablara del otro lado del tubo. Probablemente iría a llevarle las pastillas, y volvería a preguntarle (aunque fuera con silencio): “¿me querés abuela?”.
¿Cuánto hubo de Mariana Perez en Ábaco, cuánto hubo de ficción? La pregunta no tiene mucho sentido. Podríamos retrucar con otra pregunta: ¿cuán real es la autora? ¿cuán real es el lector? No es un discurso nuevo aquel que habla de las máscaras usadas en la vida cotidiana: ante el jefe, ante la familia, ante el profesor que te cae bien y el que te cae mal, ante los amigos y la pareja. Ante uno mismo. Máscara tras máscara, como si fuéramos una cebolla, pero no hay un epicentro cuyo conocimiento nos haga llorar. No hay esencia que no sea inventada. Y no hay invención, no hay mentira que sea Falsa. Darle existencia la hace real.*
Entonces, el “autobiografismo empecinado” que mencionara Graciela Montes en uno de sus ensayos, esa necesidad de asir una verdad detrás del juego propuesto en una ficción que puede destrozarte, es sólo otra ficción. Esta misma interpretación de las cosas, que escribo con bases precarias, es una ficción valedera, pero ficción al fin. No querría erigirla como Verdad y cerrar las puertas ante otras interpretaciones posibles. No querría cerrarme las puertas a mí misma. Creo que esa es una de las tantas razones por las que se escribe. Uno puede escribir para desahogarse, para conquistar, para callar, para convencer, para justificar, para encontrarse, para intentar convertirse en nada y perderse con palabras, para un montón de cosas. O bien, para realizar, para dar realidad a una ficción, para llevar a cabo eso que ya existe potencialmente, algo de lo que tengo en mí, todos los sueños del mundo.


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¹ No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo. Alvaro de Campos (F. Pessoa), Tabaquería, 1928. Traducción de Octavio Paz.

² “Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo ¿para qué leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices? Por Dios: lo seríamos igual si no contáramos con ningún libro, y de ser necesario podríamos escribir los libros que necesitáramos para ser felices [...] Un libro debe ser el hacha que rompa nuestro mar congelado.”

³ Acabo de recordar a Winston Smith, el protagonista de 1984. Creo que Orwell demostró bien que a pesar de la omnipresencia del régimen, aunque éste invada nuestra vida más íntima y termine apaleando a quien se le oponga, el hombre puede adquirir conciencia para oponérsele. Lo curioso es que en Winston la subversión surge más allá del contacto con el ámbito ficcional, y se reafirma en el mismo –es decir, cuando lee a Golstein. Julia, en cambio, se opone al régimen con el sentir, por su sentir libre, y luego, al igual que Winston, lee el libro. Ya ambos habían asumido una actitud tímidamente activa, y no fueron los únicos. El régimen, de todos modos, se encargó de destruirlos; Winston fue nuevamente sojuzgado, y se le hizo creer que la oposición al régimen era absurda. La toma de conciencia, se le dice, había sido permitida por el Gran Hermano. Sin embargo, no fue necesariamente motivada; eso sí provino de él, y eso es lo importante. Golstein, por su parte, dio las herramientas para que pensaran un nuevo mundo, que no pudo ser, que probablemente, en la visión de Orwell, no iba a poder ser posible. Inclusive, Golstein fue absorbido por el régimen para su empleo en determinadas personas, pero por algo no fue mostrado abiertamente a toda la población: podía seguir siendo peligroso. Lo destacable es que de todos modos, a pesar de la presencia aplastante del régimen, un espacio mínimo de libertad existió, fue abierto por el mismo hombre y ampliado con la ficción.

* Esto no implica una justificación. De sus mentiras y sus verdades, uno sigue siendo responsable.