Para que las generaciones futuras no tengan que pasarse horas interrogando un texto, y así sean más estúpidas (o tengan más tiempo para dormir)

17/5/11

Ladrillos y perdones, por Daniel Fara (panegírico)

Daniel Fara, de peinado hippie, desfacedor de entuertos literarios de profesión, tuvo una vida de genio desconocido que no es mi tarea contar. Pero supongo que usted, encorbatado, quiere saber: “¿y en qué medida a mí, distinguido lector, me importa Daniel Fara?” ¡Sacrilegio! Porque Fara es el mejor lector que dieron nuestros enjutos años, y nosotros los jóvenes ya no habremos de ver tantas cosas ni de vivir tanto tiempo, como supo decir el iluso, loco, sobrante Edgardo.
Ya de chiquito, nuestro héroe había leído al menos tres veces el Quijote y Roberto Arlt, Borges y Gombrowicz, y a la par de eso era un esperanzado peronista, es decir, una amenaza nacional. Más tarde supo contar sobre esos años en entrevistas y revistas, y esbozó la idea general sobre su tarea: se trata de realizar una “lectura atenta, interrogación ante cualquier ‘irregularidad’ del texto, puesta en juego de interpretaciones capaces de ser fundamentadas y confianza del lector en sí mismo”. Esta actitud subversiva creativa Fara la aplicó también a su actividad de escritura. Habiendo dejado esto bien claro, abandonemos al hombre y vayamos a la obra, que es lo que importa.

Ladrillos y perdones apareció en el 2009 con una selección de cuentos sobre los que, en una primera aproximación, podría decirse que se caracterizan por su heterogeneidad genérica, argumentativa y formal: luego de la lírica conquista de una mujer que se baña con gorra de baño fucsia, nos encontramos con un abanico de personajes que incluye desde un coronel altamente cuestionable, pasando por los Beatles visitando Buenos Aires y un amateur detective local, hasta un tipo que canta feliz un tema de Antonio Prieto. Cuentos recomendables, entre los que son presentados, hay muchos; al lector, diría Fara, corresponde juzgarlos. En todos se destaca el uso de los narradores y del lenguaje; la construcción de los personajes; la conversación, ni obsecuente ni cínica, con otros textos; las anécdotas narradas y su presentación formal. Por mi parte, y teniendo en cuenta los detalles mencionados, me quedo especialmente con uno de ellos.
“Un millón de lentejuelas” comienza con la cita de un parlamento de Bela Lugosi en Ed Wood de Tim Burton (“I’m just an ex boogeyman”), y a partir de una intertextualidad no mencionada, pero evidente, con Sunset Boulevard de Billy Wilder, entramos en un cuento múltiple, que es uno y triple y a cuya creación contribuye el lector. Por un lado, es la historia de un Lugosi viejo que, abandonado, confunde realidad y ficción y cree ser Drácula, y la de un mayordomo-escudero que, no sabiendo cómo ayudarlo, colabora en la mantención de la fantasía. El problema surge cuando la realidad invade la protección de la casa derruida del actor y amenaza con acabar de destruirlo a partir de la figura de un matón, que acude para cobrar lo que Lugosi y mayordomo adeudan a su patrón. Esta narración y su resolución se presentan, por otro lado, a partir del diálogo de dos discursos independientes con los cuales el lector la reconstruye como una historia no única, sino fluctuante, porque las voces se cruzan, pero un momento breve, para volver a separarse.
En primer lugar, nos encontramos con el relato de un actor principiante sobre su representación de ese Lugosi que cree ser Drácula, y su relación (mala, pésima) con Ricardito, el actor que hace de mayordomo y amigo del viejo. La realidad, que subyace e influye en la labor artística, genera a partir de la relación tensa entre actores una representación inaceptable, inverosímil, que es clausurada antes del final y de la cual la capa de Drácula, con interior forrado de lentejuelas, se vuelve el elemento más distintivo.
En segundo lugar, y para finalizar, el autor nos presenta, intercalado y contrapuesto, el discurso del matón que invade la casa de Lugosi, quien cuenta una historia tan patética y desprotegida como la del viejo que necesita creerse Drácula, y enternecida, en tanto el muchacho termina colaborando con la ficción por admiración al actor, influido por su recuerdo de la película de Tod Browning. La capa con lentejuelas, imagen de la fragilidad del viejo y su mundo, es en este caso lo que decide al muchacho a oír a los ruegos del mayordomo, lo que instala el pacto ficcional: el matón se pretende hipnotizado por “Drácula”, que finalmente no le chupa la sangre, y ya fuera de la casa, se aleja sin haber cobrado la deuda, “pero contento, muy contento, por haber conocido a Bela Lugosi”.