Para que las generaciones futuras no tengan que pasarse horas interrogando un texto, y así sean más estúpidas (o tengan más tiempo para dormir)

5/2/10

Un repaso sobre el Siglo de Oro y la voluntad cuantitativa



Un repaso sobre el siglo de Oro y la voluntad cuantitativa


El siglo XVI, especialmente en su segunda mitad, fue ajetreado en España. Cuando en 1492 se termina de expulsar a moros y judíos, España finiquita su actividad industrial y sienta las bases de una crisis económica que viene de la mano de la Contrarreforma, la Armada Invencible, y el descontrol de una corte en ruinas. A las dificultades en el sector productivo y financiero se sucede otra crisis en la realidad político-social: los gobiernos resultan débiles ante la inflación, la miseria, el descontento por las derrotas militares y diplomáticas…  La monarquía conservadora, decadente, se apoya únicamente en el aparato eclesiástico sustentado por la Contrarreforma, con represión y oscurantismo. Y mientras tanto, desde el terreno de lo religioso-moral se percibe la ilusión, el orgullo y la vanidad de las cosas terrenas y, como señala el crítico Emilio Carilla en El barroco literario hispánico, cunde el desengaño, un sentimiento general de cansancio, hastío e insatisfacción.  Se percibe el agotamiento de las ilusiones por las cuotas de vanidad y de vacío que se esconden en la vida humana. Se siente la debilidad en que se apoyan la pompa y la magnificencia. Se cree haber probado todo hasta el límite general de las cosas.


Lo curioso es que, en vez de generarse una actitud derrotista debido a esto, la obra de los artistas del barroco revela justamente lo contrario: ante eso que semeja a la sensación de absurdo descripta por Camus, la reacción tiende a generar una construcción de sentido y a hacer hincapié en la voluntad para ello. Hay una tendencia a mostrar la desilusión y el des-engaño, sí, pero eso se realiza mediante una apuesta al ficcionamiento y el juego que se apoya en un hincapié por lo cuantitativo (Carilla lo denomina “alarde” dentro de la “contención”: exageración dentro de las limitaciones formales y temáticas, despliegue fastuoso dentro de las posibilidades que proponía la censura del círculo artístico), por una voluntad de experimentar como se pueda y cuanto se pueda, de agotar el material literario y la vida (si se me perdona el abstracto lugar común) llevándolos en el arte a sus extremos posibles. Una actitud que, probablemente sin saberlo, sin estar formulada de forma explícita y teórica, antecede en tres siglos a  algunas propuestas de Nietzsche.
En este informe planeo hacer un repaso de dichas cuestiones abordándolas a partir de obras elegidas de los máximos representantes del Siglo de Oro. Para eso, propongo leer el tema en algunas composiciones líricas y dramáticas, muy brevemente, y luego  enfocarme en la narrativa castellana, a partir de una recapitulación más o menos exhaustiva de estudios realizados sobre el Quijote que fundamentan el motivo del trabajo.


La lírica barroca
En el terreno poético, el autor en el que mejor se rastrea esta reacción es Góngora, y dos composiciones en las que la tendencia a la exaltación de la voluntad y al ficcionamiento, sin por eso olvidarse del absurdo o el sentimiento de desengaño, se hallan claramente presente son el soneto Mientras por competir con tus cabellos  y las Soledades.
En lo que a la primera creación artística respecta, adhiero a las conclusiones del estudio elaborado por Alfredo Carballo Picazzo, quien realizó una comparación entre las características del Carpe diem en Garcilaso, Herrera y Góngora.  Haciendo especial hincapié en la contraposición entre Garcilaso y el poeta barroco, Carballo señala las diferencias en la intensidad y la conclusión del tópico: mientras el soneto XXIII de Garcilaso, poeta renacentista, la exhortación al goce de la vida es poco directa y se recrea en el clima de tonos suaves y optimistas para acabar de forma despersonalizada con la amenaza de una vejez  y muerte metaforizadas, en Góngora el goce se vuelve imperativo y directo, y lo concierne todo (“goza cuello, cabello, labio y frente”, enumera el soneto, retomando todos y cada uno de los elementos tratados anteriormente), habla directamente al lector y culmina de manera personalizada (con un ), en un desencantado nihilismo recalcitrante que también, debido al recurso enumerativo, da la impresión de implicarlo cuantitativamente todo. La muerte, en el soneto de Góngora, es terminante en el derrumbe que provoca, lo finaliza todo hasta acabar en la nada, y por ello da mayor intensidad al Carpe diem propuesto anteriormente, acentuando la fugacidad del tiempo:

    goza cuello, cabello, labio y frente,
    antes que lo que fue en tu edad dorada
    oro, lilio, clavel, cristal luciente,

    no sólo en plata o viola troncada
    se vuelva, mas y ello juntamente
    en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.[1]

En cuanto a las Soledades, varios son los señalamientos que pueden hacerse en vinculación al desencanto y la reacción ficcionadora, y fueron estudiados detalladamente en el “Anexo” que incluyo junto a este informe.  Para resumir, podría hablarse, en lo que se refiere al argumento, sobe la posible lectura de un río (versos 194 a 210) como metáfora del hombre (este uso de la prosopopeya aplicada a la figura de los ríos es estudiada más profundamente por Vittorio Bodini ), y el hincapié que se hace en el señalamiento de la heterogeneidad de ambos, la importancia de lo volitivo , las ganas de derrotar a la muerte, y su libertad: si desde el principio la voluntad del náufrago moldea el poema (es con sus ruegos, por sus deseos, que el personaje logra, por ejemplo, que su vida sea perdonada por las aguas del mar), luego ello queda claramente expresado con la metáfora del río del cual “errores dulces, dulces desvaríos, / hacen sus aguas con lascivo juego[2], río que se contradice, se crea a sí mismo, experimenta y se re-encuentra.
En cuanto a la construcción formal de las Soledades, puede señalarse como vinculado con el enfoque de este trabajo el intento de Góngora de innovar dentro de los límites impuestos por la época a la construcción estructural, el “alarde dentro de la contención” del que habla Carilla: Góngora toma la silva (versos heptasílabos y endecasílabos con esquema rítmico consonante), estructura métrica usada anteriormente, pero la resignifica al usarla en una composición tan extensa; además, los temas tratados por Góngora en una composición tan extensa son en su mayoría minúsculos y cotidianos, temas poco usuales, extra-ordinarios para la época y podrían vincularse con esa voluntad de abarcarlo todo (a pesar de que sea una pretensión absurda e imposible); por otra parte, en el poema se encuentran versos con un humor autorreflexivo, que estudian la propia ficción y a la “realidad”, cuestionándolas o señalando sus contradicciones, como una mirada desde el desengaño.
Aparte de eso, las Soledades se configuran también como una reflexión sobre el rol del autor y el lector, y se proponen como un juego para el que las lee, al exigir una labor de inteligencia y persistencia, al hacer hincapié en que el lector haga uso de su voluntad y cree el sentido del texto que, por su construcción formal, puede resultar críptico o dificultoso en una primera aproximación.
En cuanto al otro gran poeta del Siglo de Oro español, Francisco de Quevedo, podría decirse ligeramente que es la “excepción a la regla”, o al tema propuesto, porque aunque, como Góngora, presta atención a los detalles minúsculos poco explotados, y también incurre en el humor –aunque satírico-, en la mayoría de sus poemas, especialmente los metafísicos, presenta una moral estoica (como señala Bodini, mientras Góngora sería el agua, Quevedo representaría el fuego que mantiene vivo el dolor), postura que propugna la mesura, el control de las pasiones y la aceptación del destino, y que es radicalmente contraria a la que encontramos en otros autores barrocos.  Hay un soneto, sin embargo, en el que se percibe el impulso de la voluntad en Quevedo. En Amor constante más allá de la muerte, el poeta se afirma sobre la misma muerte, pierde “el respeto a ley severa” y concluye remanifestando el afán de pervivir y el poderío de la voluntad por sobre el miedo a la muerte: “polvo serán, mas polvo enamorado”.


El teatro barroco
También podemos rastrear en los dramaturgos el tema de la voluntad como respuesta al desengaño. Fuenteovejuna de Lope de Vega es un excelente ejemplo: aunque, como sugiere Leo Spitzer en Un tema central y su equivalente estructural en “Fuenteovejuna”, puede leerse el drama como una concatenación de reacciones necesarias, casi determinadas por las circunstancias para la reparación del honor perdido (de acuerdo a la definición de los conceptos de “honor” y “venganza” propuesta por Amado Alonso en Lope de Vega y sus fuentes), como si guiara las acciones el fatalismo, desde otra lectura, lo cierto es que ésta es una obra sobre un pueblo que mata a su antiguo líder y se impone ante el rey por voluntad propia. Más allá de todas las causas que puedan motivar su accionar, más allá de todos los condicionamientos, Fuenteovejuna es la obra de un pueblo consciente que modifica el curso de los acontecimientos con su accionar.
En cuanto a Fuenteovejuna como obra literaria, la actividad de Lope de Vega también responde, como la de Góngora y en ocasiones Quevedo, a la voluntad abarcativa, ya que refunde armónicamente en sus obras, como sostiene Amado Alonso, lo popular con lo culto, lo lírico con lo dramático, y lo individual con lo colectivo. Además, esta tarea es realizada a partir de la asimilación de fuentes heterogéneas (el teatro valenciano, el género pastoril, motivos populares y bíblicos, temas clásicos, poemas italianos y crónicas y biografías) que son empleadas para crear una obra o forma propia, con su propio sentido[3].
La misma búsqueda abarcativa está presente en El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, donde Don Juan, por un lado, es el modelo del deseo de probarlo todo, y en la obra, por otra parte, se emplean personajes tipo con la pretensión de mostrar la colectividad humana entera.
En Calderón de la Barca encontramos otro autor donde el tema de la voluntad es evidente. La vida es sueño es una obra donde se percibe el desengaño respecto de los límites humanos (el título lo indica), pero hay en ella un antideterminismo marcado por el cual Segismundo, el protagonista sobre el cual un oráculo predijo que sería un rey cruel, se demuestra diferente al destino que le habían dictaminado. Los vericuetos de la obra lo llevan a considerar al mundo como un sueño, una mentira, pero eso no lo sume en una actitud derrotista; al contrario, lo lleva a pronunciar una de las frases claves de la obra: “soñemos, almas, soñemos…”, propone conscientemente, para moldear el sueño a antojo.


La narrativa barroca
En el terreno narrativo, la obra literaria que mejor representa el tema tratado es, sin duda alguna, el Quijote de Cervantes, donde la cuestión de la voluntad puede observarse tanto en la construcción del personaje como de la obra misma.
En lo que al personaje respecta, desde el mismo comienzo de la obra hay una negación del determinismo geográfico o genealogista que abre campo a la idea de  auto-creación del protagonista y sus acompañantes.[4] Un análisis detallado de esta cuestión fue realizado en el artículo Don Quijote de los críticos Riley y Avalle Arce, quienes observaron las omisiones presentes en el primer capítulo de la novela cervantina: a diferencia de lo que ocurre las novelas de caballería o los escritos picarescos, Don Quijote nace loco a los cincuenta años, en un lugar indeterminado de La Mancha (de cuyo nombre el narrador no quiere acordarse), sin un pasado accesible al lector, sin nombre fijo (hay polinomasia: a lo largo de la obra, será Quijada, Quesada, Quijana, Quijada, Don Quijote de la Mancha, Alonso Quijano el Bueno, el Caballero de la Triste Figura, el Caballero de los Leones y hasta el pastor Quijotiz), “hidalgo” sin alcurnia rastreable y por ende, sin determinaciones geográficas ni genealógicas, ni de sangre, ni familiares. Esta falta de determinaciones es la base que le permite construirse a sí mismo, no por deber, sino por querer, por voluntad, y así, Don Quijote se bautiza a sí mismo, elige su ocupación, se nombra de varias maneras nombres durante las dos partes de la narración,  y, como señalan Avalle Arce y Riley, abre y cierra el transcurso de su vida novelada con afirmaciones de la voluntad, en su afán de autorrealización.  Estas diferencias con respecto a las novelas de caballería son las que definen lo que Inés Azar denomina “materialidad del camino” quijotesco: el de Don Quijote no es un camino abstracto y prefijado, sino uno material que construye el protagonista con su marcha, un proyecto sin destino prefijado que Don Quijote se propone re-construir de acuerdo al modelo que ofrecen las novelas de caballería, que son para él un pre-texto, un punto de partida que generará dudas y que estará sujeto a los cambios que demande su reconstrucción en la realidad que vive Don  Quijote.
Pero no sólo en la falta de determinismos hace eco la voluntad en el Quijote, sino también en la locura del protagonista. Muchas discusiones hubo sobre si lo que “aquejaba” a ese Alfonso Quijano el Bueno era una “verdadera” locura o no, sobre la calidad de esa locura, sobre el grado de enajenamiento de Don Quijote. Félix Martínez Bonati escribió, por ejemplo:
   
El motivo fundamental del Quijote es, podemos decir, el de un hidalgo loco que –y ésta es su locura- cree en la continuidad, o esencial identidad, del mundo de su experiencia cotidiana con el mundo representado en los libros de caballerías. Continuidad y, a la vez, diferencia, pues el tiempo en que, para él, realmente ocurrían las hazañas caballerescas, es un tiempo mejor y pasado. Su misión deriva de estos dos supuestos: el mundo presente es una prolongación y una corrupción de su propio pasado heroico. De allí se desprende que tiene que ser posible, pues se trata de dos tiempos de una misma realidad, restaurar la justicia o, al menos, la heroicidad perdida.[5]

Es una lectura validísima, pero yo me quedó con una que propuso Auerbach en Mímesis. No contradice por completo a Martínez Bonati, ni intenta hacerlo, ni me interesa leerlo de ese modo, pero le da una vuelta de tuerca a la tan mentada locura, si es posible, o también, la lee con mayor sutileza.
Auerbach deja discurrir su análisis a partir de la escena del encuentro entre Don Quijote y la “Ducinea encantada”, labradora fea a la que Sancho le presenta como su doncella, y llega a la idea de que en Don Quijote hay una combinación, la del equilibrio juicioso con el desequilibrio de lo absurdo y lo descabellado, con la locura de la idea fija. De hecho, para Auerbach la “locura” del protagonista se circunscribe a ese idealismo:
   
[El idealismo de Don Quijote…] No se basa en una visión real de las circunstancias del mundo; [pero] no es que Don Quijote no vea la realidad; lo que ocurre es que la pierde de vista tan pronto como se apodera de él el idealismo de la idea fija.[6]

De modo que de acuerdo a Auerbach, en la mayoría de los casos, la locura de Don Quijote se desprende del intento de imponer la voluntad ideal del caballero frente a la realidad. A esto se podría agregar la idea de Inés Azar que mencioné anteriormente: que la actividad de Don Quijote no es un intento de restauración, sino una reconstrucción que excede a la imitatio y la resignifica. Don Quijote no sufre de alucinaciones, no vive en la ilusión de un mundo paralelo. Tampoco tiene un plan concreto de restauración de un pasado que no puede recuperarse (lo descubre cada vez que se ve obligado a modificar el accionar previsto por el ideal caballeresco debido a las características del presente en el que se halla). Su locura es haberse propuesto vivir como caballero, plegarse a las reglas de ese juego, y acomodar el mundo a su antojo, como en el episodio de la bacía:
   
[…] venía el Barbero, y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza;  y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y mal andantes pensamientos.[7]

Avalle Arce y Riley nos dan otro ejemplo de la vinculación entre la locura y la voluntad quijotesca cuando analizan el episodio de Sierra Morena, donde Don Quijote realiza penitencia voluntariamente y sin motivo alguno, dando lugar, de acuerdo a los críticos, al primer acto gratuito de la historia de la literatura:

- Paréceme a mí -dijo Sancho- que los caballeros que lo tal hicieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias, pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?
-Ahí esta el punto -respondió don Quijote- y ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?[8]

Y más tarde afirma el caballero andante, refiriéndose a su dama:

Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias, están llenos, fueron verdaderamente    damas de carne y hueso, y de aquéllos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino          que las más se las fingen, por dar subjeto a sus versos y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del linaje importa poco, que no han de ir a             hacer la información dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo. Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es        así, sin que sobre ni falte nada; y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. [9]

En base a esta última cita, podría darse una nueva definición de la locura del Quijote. Ya no se trata de que Don Quijote no ve la realidad cuando es “cegado” por una idea, sino de que elige no verla. La locura, en ese Quijano, vendría a ser un “querer creer”, un obstinarse en vivir se vida “como obra de arte”[10], un tener la voluntad de mantener la ficción a pesar de las circunstancias. Quizás desde esa perspectiva puede leerse el “Yo sé quién soy y sé qué puedo ser” que responde a su vecino Pedro Alonso en el capítulo V (“Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero”). Si sabe, si cree, es real. Se vuelve una ficción real. O una con la una capacidad de movilizar suficiente, por lo menos, como para lograr que gente tan cuerda como Sancho, Sansón Carrasco, el cura y el barbero entren en ella, acepten sus reglas y ficcionen en consonancia.
Esta participación de seres extraños a la locura quijotesca en esa demencia que critican a la par que admiran nos lleva a la segunda parte. Avalle Arce y Riley señalan que en esta parte se percibe una mejoría mental que marca un punto de inflexión respecto del primer libro: Don Quijote, que está más cuerdo que antes, se mueve mucho más en sociedad, y además, ya no transforma en la imaginación unas cosas en otras, sino que acepta las apariencias como son, a menos que otras personajes no lo persuadan, por un motivo u otro, que está engañado. Y como acepta las apariencias, todavía puede engañarle la realidad disfrazada, por lo que más que loco, en la segunda parte se presenta como un crédulo.[11]
Arce y Riley dicen a propósito de eso que en la segunda parte el desencanto del personaje es evidente, y dan como ejemplo el episodio de la cueva de Montesinos, donde Don Quijote sueña que su ideal es un esperpento. Sugieren también que este episodio es fundamental en el proceso de pulverización de la voluntad. Sin embargo, a mi parecer dicho proceso nunca se completa; la voluntad sigue, e incluso se intensifica, porque Don Quijote se aboca a evitar la desaparición de su ideal, o se empeña en ficcionar de nuevo. Los dos críticos mismos lo dicen, muy calderonianamente: “verdadera lección de heroísmo profundamente humano, de quijotismo esencial: saber que la vida es sombra y sueños, pero vivirla como si no lo fuese, […] vivir la vida como una obra de arte”[12]. Don Quijote lleva su ficción al final, a riesgo de ser crédulo. La credulidad es uno de los resabios de la misma y lo acepta. Más tarde, cuando por las leyes de su propia ficción deba retirarse, vencido por el persistente y evidentemente ocioso Sansón Carrasco, se va a proponer vivir como el pastor Quijotiz, una nueva ficción que sabe ilusoria y a la que elige creer posible, vivirla y darle realidad (todo en el lapso de una conversación con Sancho Pancino donde hasta están incluidos el cura-pastor Curiambro y el bachiller Carrascón) o, ya al final, se crea como agonizante hombre cuerdo, que es lo que dicen a propósito de la polinomasia nuestros ya conocidísimos Avalle Arce y Riley : “Y cara ya a la muerte, un último autobautismo, Alonso Quijano el Bueno: por voluntad propia muere el caballero para que viva el cristiano”[13].
Finalmente (y para concluir esta parte del trabajo), otra muestra de que el Quijote tiene algo de epítome de la voluntad andante es el hecho de que se empeña en defenderla en otros individuos, porque “no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce”[14]. Así, se lo puede ver culminando su primera salida defendiendo a un chico de los azotes, liberando a los galeotes o poniéndose de lado de Marcela, la que rechazó a Crisóstomo.

Eso en cuanto a la construcción del personaje, pero el tema también puede ser rastreado en la construcción de la creación literaria. El Quijote como obra se plantea, ya desde su famoso comienzo, como un acto de voluntad cuantitativa: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, dice el narrador, dando lugar a lo volitivo. Y luego nos sumerge en una narración caleidoscópica donde es permanente la refundición  y re-creación de fuentes variadas (similar a lo que hacían Lope u otros autores de la época), o mejor dicho, de géneros literarios. Martínez Bonati se refiere a los mismos como “esferas de estilización” o “regiones de la imaginación”, y afirma que el caminar de Don Quijote y Sancho se produce en las mismas: por la fantasía romancesca, el semirrealismo de lo cotidiano y doméstico, la abstracción feliz de la comedia… Los principios de estilización son diversos, contradictorios, como en una ironización del sistema completo de fuentes literarias y, a la vez, como un intento de abarcarlas y plasmarlas a todas en su variedad y fragmentación. Y quizás, Cervantes crea recurriendo a lo heterogéneo como producto, también, del desengaño del autor sobre el mundo fragmentado que percibía, aquel del que hablaba Carilla y que Jesús Maestro pinta en breves palabras:

[…] el hombre del Barroco percibe la realidad y la constitución del mundo exterior de forma completamente fragmentada, discontinua, inestable, discreta, fallada… en un momento en el que todavía no ha tomado conciencia de las posibilidades de su pensamiento subjetivo, ni de sus facultades creativas frente a los cánones de la poética mimética.
El ser humano no encuentra entonces, ni en el objeto exterior ni en su propio pensamiento, la unidad que, antes hallada en la naturaleza, le permitía obrar y discurrir con seguridad. Es indudable que las obras del barroco han de reflejar en su disposición y su inventiva esta expresión fragmentada y discreta que registra la mirada del hombre en su proyección hacia el mundo exterior.[15]

De modo que en el Quijote se fragmenta el mundo literario, se percibe la fragmentación del mundo “real”, y se fragmenta también la figura del autor, cuya labor única es ahora atribuida a multitud de figuras. Jesús Maestro explica muy claramente las múltiples segmentaciones del autor en la obra, la pluralidad de voces que en ella se hallan presentes: un primer autor y narrador (capítulos 1-9), otro narrador (a partir del capítulo 9), Cide Hamete Benengeli, poetas académicos, un traductor morisco…
Esta visión caleidoscópica del “yo”, producto del desengaño, da lugar a otra de las características donde se puede rastrear la visión de la voluntad propuesta en la obra: la ambigüedad, que se presenta mediante el perspectivismo (abundancia de opiniones y posicionamientos en la novela), la ambigüedad directa (Cervantes, de acuerdo a Martínez Bonati, tiende a ficcionar los lugares donde debería hablar “seriamente”, como la dedicatoria, o se contradice)[16], y también la vacilación del narrador al describir, o el hecho de que proponga alternativas (alternativas de nombres, alternativas de percepciones). De modo que Cervantes, o bien calla, o bien, como dice Inés Azar, cuestiona su autoridad como autor[17], o bien duda, y con esto lo que logra es dejar lugar e incentivar al lector a significar al texto por cuenta propia, a imaginarlo y construirlo tal como Don Quijote lector construyó las novelas de caballería, y luego sus andanzas, a partir de una interpretación que era suya únicamente.
Para finalizar, me gustaría decir que esta libertad que se propone al lector también se propone, de alguna manera, al individuo como actor de su propia vida. Auerbach dice, en cierta parte de “La Dulcinea encantada”, que estando Cervantes al margen, sin proponer a ningún personaje como modelo ni ninguna lectura como única, muestra con esa neutralidad multifacética e inabarcable al mundo como juego, como lugar donde construir. Está hablando del mundo literario que es el Quijote, pero lo mismo podría aplicarse al mundo extra-literario, dado que no son pocas las partes de la novela en las que se relativiza el concepto de realidad y ficción, de verdad y mentira, y se los propone como opuestos compatibles (ocurre especialmente con las novelas intercaladas, donde dichos conceptos se plantean como dependientes del punto de vista que quien se enfrenta a los mismos). Si tomamos esto en cuenta, volvemos al principio del trabajo, a la hipótesis inicial. Cervantes, en el Quijote, construye un mundo risible, pero donde también está presente el desengaño, las dudas, el oropel. Y en ese mundo coloca a alguien que contra todas las expectativas, decide liberarse y vivir su vida como una obra de arte, y que consigue movilizar gente a pesar de todas las imposibilidades, sólo por haberse animado a probar más allá de lo considerado posible, sólo por haberse vuelto “loco”. A alguien, en fin, que con su arte (una ficción) construye el mundo (una realidad). Y todo por haberse animado a leer demasiado, a interpretar fuera del molde, a ansiar más allá de lo considerado razonable. En la época de Cervantes esto no era posible, y ni siquiera es posible actualmente, a pesar de todas las diferencias que podamos enumerar entre esos tiempos y estos. Pero el Quijote va a seguir estando ahí para proponerlo, para transformar esa libertad en algo pensable y quizás posible en tanto pensable (aunque suene y sea idealista). No se me ocurre mejor argumento que ese para explicar por qué se puede hablar de la voluntad cuantitativa en el Quijote, en Cervantes, en el Siglo de Oro.

(Fin)



Bibliografía
·Alonso, Amado,  Lope de Vega y sus fuentes, en Thesaurus, Boletín del Instituto Caro y Cuervo, 1952, VIII, 1-24
·Auerbach, Erich, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1950
·Avalle Arce, Juan B., Deslindes cervantinos, Madrid, 1961
·Azar, Inés, Los discursos del lenguaje y sus sujetos, en Revista Sur, Bs As, Nro. 350-51, Enero-Diciembre, 1982
·Beverley, John, Aspects of Góngora's "Soledades", Amsterdam/ John Benjamins B.V., 1980
·Bodini, Vittorio, Estudio estructural dela literatura clásica española, Barcelona, Martínez Roca, 1971
·Carballo Picazzo, Alfredo, El soneto “Mientras por competir con tu cabello”, de Góngora, RFE, XLVII, 1964
·Carilla, Emilio, El barroco literario hispánico, Buenos Aires, Editorial Nova, 1969
· Maestro, Jesús G., El sistema narrativo del Quijote: La construcción del personaje Cide Hamete Benengeli, 1995
· Martínez Bonati, Félix, Cervantes y las regiones de la imaginación, en Revista Dispotitio, Vol. II, Nro. 1, pp.28-53, Univ. De Michigan, 1977
·Riley, E., Teoría de la novela en Cervantes, Oxford, Clarendon, 1962
· Spitzer, Leo, Un tema central y su equivalente estructural en “Fuenteovejuna”